domingo, 31 de octubre de 2010

El poeta que supo llegar al corazón


Miguel Hernández durante la Guerra Civil española


A lo largo de este último año, la figura de Miguel Hernández ha ido ganando una inusitada relevancia en el panorama literario actual. Hemos pasado de apenas encontrar obras suyas en las estanterías de las librerías españolas más populares –en algunas, como Fnac, su nombre ni siquiera figuraba en la clasificación- a tener un día sí y otro también conferencias en torno a su persona, exposiciones, tertulias; a ver publicadas numerosas biografías y ensayos y, lo absolutamente sorprendente y deseable: una obra completa en condiciones. Me refiero a los dos elegantes volúmenes de Espasa que aparecieron la pasada primavera y recogen tanto su poesía como su prosa y teatro, e incluso su epistolario. Hemos debido esperar al 100 aniversario de su nacimiento –que tuvo el pasado 30 de octubre- para que algo que debió hacerse mucho tiempo atrás –es vergonzoso que no existiera una obra completa de uno de los poetas más importantes en lengua española- sea por fin realidad. Pero, por desgracia, esto ocurre así con la mayoría de poetas –recuerdo especialmente el caso de Cernuda, al cual se empezó a valorar verdaderamente a partir de 2002, año en que se cumplían 100 años desde su nacimiento.

Además de en el plano literario, Hernández ha ocupado parte del panorama político-jurídico al protagonizar una batalla que sus herederos y los miembros de la asociación que lleva su nombre están llevando a cabo para limpiar su memoria exigiendo al Tribunal Supremo que anule la sentencia de muerte a que fue condenado en 1940 por rebelión contra el movimiento franquista. La sentencia fue dictada por el Consejo de Guerra Permanente, un órgano franquista, y no se pudo cumplir porque el poeta murió antes –aunque fue previamente conmutada por cadena perpetua. A día de hoy, sigue vigente.



El poeta recitando en el frente de batalla

El caso es que, entre unas cosas y otras, últimamente no se oye hablar más que de Miguel Hernández. Y sin embargo, su persona sigue siendo un hueso duro de roer a la hora de ser clasificada en generaciones o movimientos literarios. Hablar de Miguel Hernández es hablar de una obra independiente, original, inclasificable. Algunos estudiosos lo incluyen dentro de la Generación del 27, y lo contemplan como una especie de discípulo de poetas como Alberti, García Lorca o Aleixandre –a este último lo unieron lazos más personales que poéticos. El mismo Dámaso Alonso lo considera como hermano menor o genial epígono. Si bien es cierto que Hernández se movió en los círculos próximos a esta generación, nunca entró en ella de lleno y por su edad, no le corresponde. Hernández nació en 1910, cinco años más tarde que el benjamín de la Generación: el malagueño Manuel Altolaguirre. Tal vez precisamente por su edad proceda más incluirlo en la siguiente generación: la del 36, compuesta por escritores como Buero Vallejo, Cela, Delibes, Celaya, Panero, Ridruejo… Pero tampoco considero que esta generación sea la más apropiada para el poeta, puesto que es conocida también con el nombre de generación de la posguerra, y la actividad literaria de Hernández se desarrolló principalmente en los años treinta y cobró toda su fuerza durante la Guerra Civil española. Es más, su prematura muerte en 1942 actúa como un firme contraargumento a esta tesis.





El poeta recitando en el frente de batalla


No solo su persona, también su poesía resulta en muchos aspectos inusual para la época que le tocó vivir. Miguel Hernández no incurrió en ningún movimiento de vanguardia, como sus contemporáneos; se nutrió directamente de fuentes clásicas como Góngora o Garcilaso, un hecho que queda perfectamente reflejado en sus primeras obras, Perito en lunas y El rayo que no cesa, de corte barroco y de algún modo anticuado para aquellos años. Es poco antes del estallido de la Guerra Civil cuando el poeta deja atrás la religiosidad y la temática que había mantenido hasta entonces, para simplificar su discurso y acercarse al pueblo: para ser el pueblo mismo. Viento del pueblo y El hombre acecha son dos obras escritas en este último período, compuestas de poemas que el propio Hernández recitaba en el frente de batalla para animar a los soldados republicanos. Cancionero y romancero de ausencias es la última lágrima literaria del poeta, escrita desde la cárcel, desgarradoramente tierna y, tal vez, la auténtica muestra real de la poesía de Miguel. Porque en ella ya no encontramos pretensiones en la forma, como en las primeras, o aspiraciones bélicas; en ella el poeta dibuja su añoranza, su nostalgia y su tristeza de una manera simple que llega al corazón. Y precisamente ahí está la clave de la celebridad de Miguel Hernández.


El poeta recitando en el frente de batalla


Miguel Hernández, hijo de cabreros, autodidacta literario, auténtico poeta del pueblo –más que ningún otro-; constituye una clara demostración de que, a menudo, las tendencias en literatura, los movimientos artísticos o las generaciones quedan en un plano secundario frente a la Poesía, en cualquier estilo o forma, que sepa llegar al corazón de la gente. Miguel, con un estilo que muchos podrían considerar entonces pasado de moda, consiguió llegar a la cumbre de la literatura española, y de ser estudiado al lado de tantas otras grandes figuras como Lorca, Alberti o Machado. He ahí un ejemplo de superación; he ahí un Poeta.

Para terminar, dejo aquí una presentación que realicé hace un tiempo:


jueves, 25 de febrero de 2010

Pero que todos sepan que no ha muerto

.Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos.
¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»

Mariano José de Larra


Él conocía que todo estaba muerto

en mí, que yo era un muerto
andando entre los muertos.

Luis Cernuda


Mariano José de Larra, por Gutiérrez de la Vega




El pesimismo siempre fue inherente a Mariano José de Larra. Él fue quien dijo aquello de “Escribir en España es llorar”, que años más tarde Luis Cernuda reforzaría con su verso “Escribir en España no es llorar, es morir”, en aquel célebre poema en el que le regala unas violetas. Morir. Cabe preguntarse en qué momento murió Larra, si acaso no lo hizo antes, mucho antes de disparar aquel arma que lo trasladó a la cumbre de todas las leyendas del romanticismo. Si acaso no estaba ya muerto mientras paseaba por aquel lóbrego cementerio que era la ciudad de Madrid –esa ciudad de más de un millón de cadáveres-, en el que hasta la esperanza, luz efímera apenas entrevista, encontró un sepulcro en su propio corazón.

Larra no murió el 13 de febrero de 1837; empezó a morir desde el instante inconcreto en que fue consciente de la profunda parálisis que envolvía su sociedad, esa sociedad a la que nunca se sintió pertenecer. Y aun estando muerto, libró una cruenta batalla contra la realidad, contra el silencio, contra la terrible censura de la época. El Duende Satírico, El Pobrecito Hablador, Fígaro: sentenciosos fantasmas que esgrimían incesantemente su largo y furioso lamento. Con brillantez, inteligencia e ironía; Larra criticó el absolutismo, el miedo, la pereza, la apatía, las tradiciones caducas, el lamentable desinterés por la cultura; y lo hizo mezclando dos mundos que confluyen más de lo que habitualmente imaginamos: el periodismo y la literatura.

Doscientos años más tarde de su nacimiento, una exposición en la Biblioteca Nacional de Madrid recuerda no solo su obra, sino también al hombre que había tras ella y que se atrevió a luchar contra el silencio. Cartas, cuadros, trajes, enseres personales; detalles que uno a uno configuran su persona, que nos trasladan a otra época, que nos hacen preguntarnos si realmente sus palabras podrán pasar de moda alguna vez. Después de todo, y a pesar de que, afortunadamente, la democracia ha llegado a nuestra sociedad, una no puede dejar de presentir una leve, casi imperceptible ausencia de algo inconcreto. Una apatía incierta que domina el mundo, que lo frivoliza, que nos hace sentirnos extranjeros en nuestra propia tierra si queremos sentir algo más profundo que la mera existencia. La diferencia es que ya no contamos con un Fígaro que nos inste a tener curiosidad por aprender, a interesarnos por la cultura o a ser más honestos. Solo nos queda su recuerdo y su voz rebelándose desde el fondo de los libros.

Tal vez Larra no renunciara aquel 13 de febrero a la vida, sino precisamente a la muerte: a la muerte que le aguardaba en cada una de las esquinas de su atormentada existencia, de su inevitable exilio interior, de la impotencia que suponía vivir en un país sonámbulo sin conseguir despertarlo. Simplemente, descubrió que ya no quería seguir viviendo en aquella muerte. Fue su última queja, su última crítica a un mundo sórdido y terrible. Y España entera guardó luto por uno de los más grandes escritores, periodistas y críticos que ha tenido nuestro país. Pero el olvido ya jamás lo envolvería en sus oscuras aguas, porque fue entonces cuando nació la leyenda. Finalizo con unos versos de Lorca que, a mi modo de ver, reflejan lo que pudo pasar por la cabeza de aquel genio segundos antes de disparar la pistola:

Quiero dormir un rato,
un rato, un minuto, un siglo;
pero que todos sepan que no he muerto.

Federico García Lorca



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